Oliver

“No puedo soportarlo cuando escucho a mamá comer. ¿Puedo encender la radio? Oliver sorprendió a sus padres en la mesa del almuerzo con esta frase cuando tenía doce años. Un poco más tarde, comenzó a evitar todas las situaciones en las que se comía comida. “En la mesa me senté lo más lejos posible de mi madre. Me enojé al ver que movía la mandíbula. Luego me quedaba mirando mi propio plato y me levantaba lo más rápido que podía”, dice Oliver. Lo peor para él es que la gente masque chicle.

Andreas, su padre y médico alternativo psicoterapéutico, reconoció rápidamente signos de una fobia en los síntomas de su hijo. “Lo llamé fobia a masticar. Pero ninguna terapia ayudó”, recuerda. Lo que siguió fue una gira de un año de terapeuta en terapeuta, de psicólogo en psicólogo, interrumpida por seminarios contra la agresión, sesiones de hipnosis y terapias de tapping.

“Nada ha hecho ninguna diferencia. Todo lo contrario. Sobre todo con las terapias de confrontación, que se usan para tratar las fobias, todo empeoró mucho”, dice su padre. Mientras tanto, él sabe por qué: la misofonía es un reflejo adquirido en el que las reacciones musculares juegan un papel. “Los músculos activan el área del cerebro responsable de la ira. Esa es la diferencia con las personas a las que simplemente no les gusta un sonido”. Por casualidad, se topó con el sitio web Misophonia de nuestro proyecto. “Me sorprendió la cantidad de personas que la padecen. No me di cuenta de que una de cada 10 a 20 personas saltaría ante los ruidos que no puede soportar”, dice Andreas.