Cuando Niki se sienta en el metro y la persona frente a ella mastica chicle con la boca abierta, su pulso se acelera en segundos. Si la persona también comienza a chasquear los labios o incluso hace estallar una burbuja de chicle, su agresión aumenta enormemente. Sin embargo, para personas como Niki, esto no solo es desagradable, sino una tortura. Sufre misofonía y siente una alta sensibilidad a ciertos ruidos cotidianos. Cada olfateo, ronquido o golpe se convierte en un instrumento auditivo de tortura para Niki, allanando el camino hacia su cerebro a través de su canal auditivo, activando un interruptor y haciendo que su mundo emocional explote. Desde que tiene memoria, ha conocido estos sentimientos, que son difíciles de controlar. “De cero a un instante, me dispara la rabia y me convierto en una persona completamente diferente”, dice la joven de 30 años.
“Odio respirar ruidosamente o roncar. Y casi no soporto cuando alguien se quita los restos de comida de los dientes con la lengua o habla con la boca llena”, explica Niki, cuya lista de ruidos molestos se ha hecho más y más larga con los años.